El
miércoles perdimos dos a cero en un partido del que, además de esa amateur,
irresponsable y estúpida mano, poco se puede decir. Pero el domingo el estadio era una
fiesta, preparados todos para festejar eso que nunca pensamos festejar. Iba a
ser un festejo de alivio, de calma y de paz, un festejo que marcaría el final
de esa agonía que no terminaba en el cementerio. En su lugar, hubo 89 heridos
en el hospital. Millones muertos de dolor, de angustia, impotencia y
desesperación. Probablemente exista algún muerto real, oculto de las estadísticas
formales, solo frente al televisor de su casa, rodeado de desconocidos en el
bar de la esquina, desangrado en una bañera o cabeceando de frente un tren.
¿Qué
hicimos para merecer esto?, nos preguntamos muchos, llorando abrazados a un
amigo, rompiendo el vidrio de una concesionaria de autos. Otros, como quien te
escribe, llorando, mirando el cielo oscurecido cuando todavía era de día, por
culpa de ese ascendente humo negro que reflejaba a la perfección lo que pasaba
en mi interior.
El
miércoles, después de la primer batalla, mi vieja me había dicho que no
llorara, que todo iba a estar bien. Era mi vieja y le asentí con la cabeza, aun
sabiendo que todo iba a estar mal, que íbamos a estar un año lejos y sin poder
ganarles a Ellos. Que nos íbamos a quedar toda la vida intentando cicatrizar
esa lastimadura hecha con un hierro caliente en nuestra piel.
Pero
el domingo, la gente me contagió. Me hizo creer en mis jugadores, en mi
camiseta. La gente me hizo caer en la tentación de creer de nuevo en el fútbol,
de confiar en que ese deporte me iba a hacer feliz. Y la caída fue dura. Muy
dura. Tan dura fue por culpa de mis expectativas, por confiar en que esos
hombres iban a hacerme feliz de verdad. Pero perdimos, bueno, en realidad
empatamos, uno a uno, pero fue como si hubiésemos perdido, porque nos fuimos a la
segunda categoría. Descendimos a esa famosa B Nacional que tanto miedo nos
había generado, ese año, por primera vez en nuestra larga historia.
¿Por
qué seguir sufriendo?, me pregunté más de una vez. Tranquilo, no quería
suicidarme ni nada parecido. Simplemente quería dejar de mirar fútbol. Bueno,
en realidad mirarlo estaba bien. El problema era ser feliz a través de los
resultados. Confiar en tu equipo y apostar por él. Eso que siempre me decían,
¿por qué decís “ganamos” si vos no hiciste nada?, empezaba a cobrar sentido.
¿Por qué lloro con el fútbol? ¿Por qué me pongo triste con los resultados? ¿Por
qué también, a veces, me hacen feliz? ¿Por qué me preocupa qué hacen esos 18
pelotudos millonarios? Parecía regresar a esa hermosa etapa de la infancia en
la que cuestionaba todo, en la que no aceptaba nada sin saber por qué.
Y te
digo la verdad, querido amigo, te juro que quise dejarlo. Había decidido que no
iba a ser más el hincha que había sido. Que iba a disfrutar el juego desde su
belleza artística, desde su análisis táctico. Pero no pude. No pude hacerlo por
una simple razón: empezó el torneo. Y sí, estaba enojado, todavía dolido por
jugar ese torneo de mierda y no el otro, el de verdad. Pero teníamos que
jugarlo y teníamos que ganarlo. Teníamos que salir campeones y teníamos que
volver a Primera. Sí, ellos, los 18 pelotudos millonarios, los millones de
hinchas y yo. Todos teníamos que volver. Cuando empezó el torneo, esa
racionalidad ingenua que me decía que el fútbol no valía ni la pena ni la
gloria, se fue. Se fue volando para dejarle espacio al amor, al odio, a la
pasión.
Como
ya sabés, volvimos. Después de casi un año, ascendimos. Y festejaron y festejé,
festejamos, todos al mismo tiempo. Listo, me dije, fin del ciclo. Ahora sí, no
más fútbol por esta vida. ¡Qué gracioso! ¡Otra vez la ingenua razón! Rápidamente
empezaba el torneo de nuevo, esta vez el de verdad, el que teníamos que haber
jugado siempre. El ciclo no terminaba, al contrario. Como todo buen ciclo,
cuando parece que termina, da la vuelta y empieza de nuevo. Volvieron la pasión
y la esperanza del fútbol, el miedo y el dolor de la derrota, la alegría y la
emoción de la victoria.
¡Y
qué gracioso el que armó el fixture! Sí, ese gordo ladrón hijo de puta.
Empezábamos jugando contra los que nos habían sellado la piel ese fatídico
domingo. Les teníamos que ganar, para demostrarles que no somos un equipito
cualquiera, que sólo nos habían agarrado mal parados aquel día. Así que
estábamos ahí, otra vez. En la misma cancha en la que sentimos que habíamos
muerto, contra los que tanto habían disfrutado enterrarnos. Pero esta vez no
perdimos empatando, esta vez perdimos de verdad. Dos a uno, de local, contra
los cordobeses esos que se creían los dueños del mundo, otra vez.
Un
par de años después, salimos campeones del torneo real. Salimos del país, les
ganamos a los colombianos y fuimos campeones. Y después les ganamos a esos
mexicanos que, siendo invitados, habían llegado hasta la final. Hasta les
ganamos a Ellos en esas dos copas.
Los
periodistas, los jugadores, los dirigentes, todos, decían que habíamos vuelto a
ser nosotros. Pero nadie dijo que junto con esa vuelta, se había producido
otra. Había vuelto mi confianza, mi defensa de la legitimidad de la inmensa
felicidad que sentí ese día lluvia. Había vuelto mi protección al fútbol. Y me
fui olvidando de mis razones para desconfiar de esos sentimientos rupturistas,
de la creencia de que eran estúpidos y bárbaros esos pelotudos millonarios que yo
alimentaba fumándome la publicidad basura en los relatos que intenta venderme
esas cosas que no necesito.
Mi
problema, por el cual te estoy escribiendo este mensaje, es que estoy
convencido de que la pasión por nuestro equipo es estúpida, de que la felicidad
que nos da es falsa. Te escribo porque necesito que me ayudes. Te pido que por
favor me ayudes a sacar esta maldita pasión de mi vida, que sólo trae
felicidad, tristeza, placer y dolor vacíos, carentes de valor real. Mi problema
mayor es que tengo pocos momentos de lucidez, porque el domingo, el sábado o el
puto día que nos hagan jugar, todo se va al carajo y vuelvo a ser el fanático
que siempre fui. Y cuando perdemos, sí, todos juntos perdemos aunque yo no haga
nada, me siento mal y me quiero ir a dormir, sin hablar con nadie, como cuando éramos
chicos. Pero cuando ganamos, soy el hombre más feliz del mundo. Quiero
abrazarme con cada alma desconocida que me cruce. Saltar, correr, gritar y reír,
como cuando éramos chicos. ¿Me podrás ayudar?
Te
voy dejando amigo, esta carta ya se me está extendiendo demasiado. Te mando un
abrazo a vos y a tu familia.
Por
último, me estaba olvidando. El lunes jugamos a las 19, te espero en la esquina
de siempre así entramos juntos. Un abarzo.
Comentarios
Publicar un comentario